EL BARRENDERO
El vecino del segundo portal, escalera izquierda, cuarto piso, letra C, es barrendero. Cada mañana le veo escoba en mano barriendo el barrio. Desconozco el origen etimológico de la palabra barrer, pero me imagino que estará muy cerca de la palabra barrio. Tan cerca como lo estamos mi vecino y yo. Él en el cuarto portal y yo en el primero. Él con su escoba en la mano y yo con mi ordenador portátil. Él siempre cabizbajo, siempre en silencio, siempre trabajando. Yo siempre cabizbajo, siempre en silencio y siempre haciendo que trabajo.
En otoño, mi vecino barrendero arremolina las hojas secas que se desprenden de los arboles. En invierno, desperdiga al amanecer sal gorda sobre las placas de hielo que cubren las aceras. En primavera, recoge los restos de comida fastfood (más fast que food) que abandonan los cientos de turistas que visitan la ciudad. Y en verano, bueno, en verano trabaja algo menos. No tanto porque tenga vacaciones sino porque la contrata municipal sólo mantiene al 50% del número de empleados y él pertenece al otro 50% es decir, al que en verano no trabaja. Y si no trabaja, no ingresa. En esas semanas estivales condenadas a caminar erguido y mirar de frente en lugar de hacerlo encorvado amarrado a su escoba, ha sido cuando he descubierto a mi verdadero vecino, o él me ha descubierto a mí, porque hasta la fecha ni yo conocía su rostro ni él sabía de mi existencia. Ha sido esta misma mañana. Nos hemos cruzado a la altura de la entrada del parking del edificio en el que ambos vivimos. Iba a decir en el que ambos tenemos casa, pero en realidad la casa es del banco, tanto la suya como la mía. Al encontrarnos cara a cara, me ha saludado con cortesía. El saludo ha dado paso a una breve conversación y la conversación a una invitación a compartir mesa y mantel en un restaurante próximo del menú a 9,95€. Durante la ingesta de la especialidad de la casa, hemos hablado de la vida (él de la suya y yo de la mía) y de las muchas obras de restauración, reparación y otros “renosequé” más que adornan la ciudad. Y entre zanja y zanja, y plato y plato me ha confesado su verdadera vocación: la arquitectura. De hecho, es doctorado en esa disciplina artística. La tesis doctoral que realizó en su momento versó sobre la revitalización, recuperación y otros “renosequé” más de las ciudades españolas patrimonio de la humanidad. Y no me ha extrañado nada juzgando el cariño que pone barriendo el enlosado de la catedral bajo cuyas lápidas yacen los restos mortales de docenas de ecuménicos. Etimológicamente, el término arquitectura proviene del griego ”arch” que significa “el que tiene el poder” y “tekton”, es decir, “constructor”, me ha dicho él mientras seccionaba con habilidad cirujana un filete de ternera tamaño y aspecto de suela de zapato. Pues no tenía ni idea, he contestado yo, al tiempo que apartaba mi filete y comía sólo las patatas. Después del café y un par de Marlboros en la puerta del establecimiento, nos hemos citado nuevamente la semana que viene en el mismo sitio y a la misma hora para seguir hablando de arquitectura. Reconozco que para ser barrendero es el mejor arquitecto que conozco. Espero que él no piense de mí que soy el mejor barrendero por el hecho de trabajar de arquitecto para el Ayuntamiento. Qué listos eran estos griegos.