EL COSTE DEL OLVIDO
Nunca sé donde pongo las llaves. Cada mañana, antes de salir a trabajar, me cacheo a mí mismo buscando en cada agujero de mi vestimenta, pero nunca doy con ellas. Lo hago con tanta frecuencia que se ha convertido en un acto reflejo. Y por más que me toqueteo, nunca están donde creí haberlas puesto. Aún así, salgo pitando para la oficina intentando no perder el bus y maldiciendo mi mala memoria al mismo tiempo. En un asiento de la tercera fila, junto a una adolescente con coletas que no para de morderse las uñas, trato de recordar el lugar exacto donde puse las puñeteras llaves. Pero no me viene nada a la mente. El bus se detiene. Desciendo con parsimonia y camino hasta la puerta de la pequeña empresa que monté hace un par de años con dos amigos. Vuelvo a cachearme de arriba abajo y tampoco encuentro las llaves para entrar. Pulso el telefonillo. No contesta nadie. Vuelvo a pulsar y espero. No hay respuesta. Insisto y sigo esperando. Miro el reloj. Para hacer tiempo a que llegue algún empleado a abrirme, me dirijo a la cafetería donde siempre tomo café a media mañana. Lo de siempre, con dos terrones. Leo la prensa del día. Ojeo la previsión meteorológica, la parrilla de televisión y poco más. Sin darme cuenta se ha ido la mañana y regreso a casa sin haber pisado el despacho. De nuevo en el bus coincido con la adolescente de las coletas. La miro fijamente. Se parece mucho a mi hija, pero mi hija no lleva coletas. Ahora la adolescente no se muerde las uñas, pero no aparta la vista de la pantalla de su móvil de última generación. Debe estar enviando un whatsapp a su novio, o a sus novios, porque no deja aporrear incontroladamente el teclado táctil con sus deditos sin uñas. Llego a mi parada. Bajo. Camino hacia casa y vuelvo a cachearme de la cabeza a los pies buscando las llaves para abrir la puerta. Otra vez sin éxito. Toco el timbre. Nadie responde. El vecino de enfrente cotillea por la ventana oculto tras las cortinas. Cree que no me doy cuenta, pero sí, me fijo. Se esconde. Miro el reloj. Mi mujer debe estar a punto de llegar de su trabajo, supongo. Decido esperarla. Es restauradora. No restaura obras de arte ni nada de eso, es que tiene un restaurante. Italiano, para más señas. Llegará pronto, pero se retrasa. Mucho. Habrá tenido una comida de empresa, vuelvo a suponer. Sigo esperando. Rodeo el chalecito que es mi casa por si la puerta del garaje estuviera abierta y así acceder al interior. Nada. Cerrada a cal y canto, al igual que las ventanas y las persianas. Varias bolsas de basura están amontonadas. Se nota que hace tiempo que nadie pasa por allí a recogerlas. Regreso a la entrada principal. Me siento. Las cinco y media de la tarde. El vecino sigue apostado en la ventana. Habla por teléfono. Me mira, le miro, nos miramos. Cuelga el teléfono. Le saludo con la mano, me ignora. Miro el jardín que rodea mi chalet con piscina comprado hace siete años en plena burbuja inmobiliaria. Ahora valdría la mitad, pienso. Vuelvo a hurgar en los bolsillos. A veces las llaves se cuelan por los agujeros del forro, pero no hay agujeros, ni tampoco llaves. Un coche se detiene frente a mí. Parece de policía porque lleva una sirena en el techo. Dos jóvenes vestidos con bata blanca descienden del vehículo. No parecen policías. Mi vecino sigue mirando por la ventana. Señala con el dedo. Uno de los jóvenes de blanco balancea la cabeza antes de detenerse frente a mí. El otro no me habla, lo dice todo con una mirada que me atraviesa desde sus casi dos metros de altura. El bajito, en cambio, sí que me habla. ¿Otra vez has perdido las llaves? Pregunta. Sí, otra vez. Contesto. ¿Sabes dónde están? Pregunto. En tu nueva casa. Responde. Esta es mi casa, ¿verdad? Vuelvo a preguntar. Lo fue. Responde el más alto. Lo fue hace tiempo. Insiste. Cada vez está peor de la cabeza. Dice de nuevo mirando al otro joven. Un día de éstos no sabrá ni quién es. Responde el otro. Ellos creen que no me doy cuenta. Pero sí, me doy cuenta, aunque nunca sepa dónde dejo las llaves.