LA VIDA ES UN FRACASO
Todos tenemos una marca a la vista, a algunos se les nota menos a otros más, como a mí. Mi marca está en el brazo izquierdo, justo debajo del hombro, y no es de nacimiento. Recuerdo perfectamente cuando me salió. No es otra que la cicatriz de la vacuna que nos ponían de niño. Justo en ese momento de la vida cuando sabían que nuestra memoria no recordaría el instante del pinchazo. Pero yo sí lo recuerdo. Recuerdo la inyección y también el instante. Estábamos en el colegio, nos sacaron de clase y fuimos en tropel a vacunarnos. Nos metieron a todos en un autobús con los muelles de los asientos a la vista y especialmente a la vista de los traseros que era donde apuntaban las espirales oxidadas. Al llegar a la clínica, nos aguardaban varias enfermeras de inmaculada bata blanca armadas con jeringuilla en mano derecha y algodón impregnado en alcohol en la izquierda (como no podía ser de otra manera en aquellos años, donde todo lo que estuviera a la izquierda debía ser desinfectado). Viendo a la enfermera que me atendió, no sé cuál de las dos armas era más letal, si la aguja o el algodón, ya que con una sola aguja pinchaban a media clase y con el mismo algodón desinfectaban el área del pinchazo a la misma media clase. Como nos vacunaban por riguroso orden alfabético, el pobre alumno apellidado Zamora corría el mayor riesgo, no tanto por el uso de una única aguja insertada en todas las epidermis y algo torcida por su uso, como por la multitud de bacterias, virus, microbios y demás bichos vivientes que tendría el algodón de tanta limpieza cuticular. De siempre he sido muy curioso, y en el momento de mi “marcaje” consulté a la enfermera qué llevaba aquella jeringuilla que a todos nos daba tanto pavor. La enfermera, muy técnica ella, contestó que se trataba de un cóctel médicinal contra todo tipo de males posibles. Yo, claro, me lo creí. Cuando una aguja de seis centímetros apunta al brazo con el que escribes, te crees todas las cosas que te dicen, incluso que gracias a una vacuna vivirás eternamente, cosa que también me dijeron y también me creí. Y no sólo me lo creí yo, también el resto de alumnos. Y en menos de hora y media estábamos vacunados de por vida contra todo. Contra todo menos contra el fracaso, para eso no hay vacuna que valga, ni medicina, ni tampoco sanación, si me apuras. Creo que en ese batiburrillo de medicamentos que nos pusieron estaba incluida la vacuna del éxito. A día de hoy, unos 35 años después, no conozco a ninguno de mis compañeros de clase que haya triunfado en algo en su vida, más bien todos han fracasado, matizo, hemos fracaso. Ya sea en el trabajo, en el matrimonio, o en la búsqueda de la felicidad.
Todos tenemos una marca que llevamos a cuestas, aunque no esté a la vista como la que nos pusieron de niños, pero notar se nota. Una generación de adultos vacunados contra el éxito es una generación perdida. Somos fáciles de reconocer, no tanto por la edad, que también, sino por ser el único tipo de de personas que adquieren aparatos GPS en el Mediamark. Decimos a los demás que es para el coche, pero en verdad lo compramos para ver si gracias a la tecnología podemos encontrar el camino que perdimos una mañana con un pinchazo en el brazo. Qué vida ésta.