LA MÚSICA AMANSA A LAS FIERAS
El piso que ocupo como inquilino de alquiler está justo encima de un bar de copas en pleno centro de Malasaña. De lunes a jueves no me molesta nada de lo relacionado con lo que se suele relacionar un bar de copas. A saber, música atronadora de dudosa calidad, conversaciones subidas de tono que concluyen con pelea tabernaria en los aledaños del establecimiento o los olores fétidos de toda índole que emanan por los conductos por los que debería correr el aire acondicionado. Pero es llegar el viernes y todo eso se convierte en una realidad de carácter tangible que impide conciliar del sueño a pesar de la ingesta de un combinado de barbitúricos de diverso color y tamaño. Pero para combinados, los que sirve “La Jenny”, que no es otra que la camarera becada de Erasmus que hay detrás de la barra. El mes pasado, sin ir más lejos, se me ocurrió la feliz idea de entrar al bar con la intención de solicitar amablemente al encargado que disminuyera en la medida de lo posible el volumen de la música. Así de convencido entré a decírselo a la cara, pero la verdad es que el discjockey, mejor dicho “la Dj”, estaba haciendo tan bien su trabajo que en lugar de pedir que bajaran la música, me pedí un cubalibre. Soy más de whisky, pero como “La Jenny” es de padres inmigrantes cubanos, me pareció lo más adecuado (por lo de la integración hispanocubana, quiero decir). Mientras degustaba a sorbitos mi Havana 7 con Cocacola (por seguir también con lo de la integración, aunque en esta ocasión cubano-estadounidense), la sesión de la Dj dedicada a la “movida madrileña” me trajo recuerdos inolvidables de aquellos años de enamoramientos, desenamoramientos, aventuras y desventuras y todos los “des” que puedan añadirse a cualquier sustantivo verbalizable. Reconozco que yo era púber cuando la movida madrileña estaba en edad adulta, pero aún así, la canciones de aquella época tienen ese “no-sé-qué” que le hacen a uno ponerse melancólico cuando regresan a los tímpanos dos décadas después. Y aún más cuando en tu estómago bailan tres cubalibres de los que sirve “La Jenny”, es decir, más cargados que la balsa de un balsero de su país saltando las olas rumbo a Miami. Son tantas las noches que bajo al bar con la intención de hacerles disminuir el volumen de la música que me han reservado un rinconcito en la barra, concretamente el que está más cerca del altavoz. Aunque el local esté “petao”, como dicen ahora los jóvenes, tengo mis dos metros cuadrados reservados donde muevo la pierna, muevo el pie, muevo tibia y el peroné, muevo la cabeza, muevo el esternón, muevo la cadera siempre que tengo ocasión.
Desde entonces duermo bastantes menos horas, pero lo hago mucho más contento de lo que lo hacía antes. No sé si por los cócteles de ron que prepara para mí “La Jenny” o por el dinero que me ahorro en la ingesta de Lexatin. Podría denunciarles al Ayuntamiento, pero al final, todo depende de cómo te tomes las cosas. Yo las mías me las tomo con calma y un par de cubalibres. Bendita juventud.