EL PRIMER DÍA DE COLEGIO

¿Quién no recuerda el primer día de colegio? Quien no lo recuerde que levante la mano derecha. En mi caso fue hace más de 40 años. Por aquel entonces, la barra de pan costaba 9 pesetas, la prensa 8 y la televisión era de los mismos colores que lucía la España de la época, o sea, en blanco y negro. Llegué a puerta del colegio a rastras, no porque no quisiera ir a clase, sino porque mis pies planos no lograban seguir el ritmo impuesto por las zancadas de mi madre. Debía comportarme como un niño grande. Eso era lo que me decía ella a cada paso y también lo que me dijeron todos los mayores durante los días finales del verano del año 1975. Pero yo no entendía lo que significaba ser mayor, porque para mí los adultos no existían, sólo existía Laura. Cuando me sentaron a su lado, me miró clavándome en el pupitre con sus ojos azul cobalto y me soltó de sopetón: “¿Quieres ser mi novio?” No recuerdo lo que respondí (si es que en algún momento fui capaz de abrir la boca para encadenar dos letras seguidas absorto por la luz que emanaba de su mirada y el destello cegador de su cabello dorado como el sol), pero desde aquel 10 de septiembre no he dejado de pensar en ella ni un solo día y muy especialmente cada 10 de septiembre de todos los años posteriores. Tampoco recuerdo si llegamos a ser novios, ya que la memoria infantil no conserva momentos, únicamente sensaciones, por lo que sólo tengo en mi memoria la emoción provocada por aquella pregunta directa de una niña de cinco años. Una pregunta que me asalta cada vez que, aún a día de hoy, me sientan junto a una mujer. Ya sea en la butaca del cine, en el asiento del autobús o en la silla de la mesa de reuniones de la oficina, deseo que Laura vuelva a aparecer en un cuerpo adulto femenino y me suelte de sopetón “¿quieres ser mi novio?”.

Esta mañana, he llevado a mi hijo pequeño al colegio (me tocaba a mí, según el acuerdo de divorcio establecido con mi exmujer hace dos años). Es su primer día de clase, como lo fue para mí hace más de 40 años. A diferencia de lo que me dijo mi madre, no le he dicho a mi hijo lo grande que debe comportarse, ni tampoco le he llevado a rastras a la puerta del colegio sino cómodamente sentado en el asiento de atrás del Audi que la empresa pone a mi disposición para uso particular. El pan y el periódico ya no se paga en pesetas y la España de ahora tampoco es en blanco y negro, sino de mil y un colores (nada más hay que ver a los futuros compañeros de clase de mi hijo para darse cuenta de ello). Pará él será uno de los momentos más especiales de su vida. Puede que lo recuerde siempre o puede que no. Puede que le sienten en el mismo pupitre junto a su propia Laura, o puede que no. O quizás sea mi propia Laura la maestra que le enseñe a decir que sí cuando las preguntas más importantes y decisivas de la vida se le presenten del modo más inesperado. El primer día de clase es tan importante como lo es el último. Ambos son los únicos que se recuerdan aunque hayan pasado más de 40 años. Si ustedes no recuerdan su primer día de clase, yo sí. Aún conservo una cicatriz de aquel día, aunque no esté visible a la vista en la piel, sino en el corazón. Feliz primer día de colegio a todos y a todas.

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