Entre los cien discos que tengo que escuchar antes de morir, los cien libros que tengo que leer antes de morir, las cien películas que tengo que ver antes de morir y las cien mil cosas que debería haber hecho antes de haber cumplido los cuarenta, no tengo tiempo ni de atarme los cordones de los zapatos y eso que llevan cierre de velcro. La oferta de obligaciones a las que nos sometemos por imperativo mediático es tan abrumadora que desborda todas las previsiones por las que fuimos educados. Si un disco tiene de media doce canciones y cada canción de media 3 minutos, la duración completa de su escucha llevaría 36 minutos que multiplicado por los cien que, según dicen, debería escuchar antes de morir, me obligaría a perder 3.600 minutos, lo que se traduce en 60 horas o lo que es lo mismo, algo más de 2,5 días con sus 2,5 noches. Para conseguir tachar la casilla del deber cumplido, he solicitado mis 15 días de vacaciones en la oficina y en lugar de irme a Gandía con la familia, he decidido pasarlos escuchando esos 100 discos, la cara A primero, la cara B después. Y eso que desde la aparición del Compact Disc ya no hay dos caras y desde la irrupción del Mp3 todo es cruz en el mundo de la música. Por esa razón, antes de que la música desaparezca definitivamente, voy a tratar de disfrutar de Jimi Hendrix, los Beatles y hasta del “Like a Virgin” de Madonna. Creo que el agotamiento no me permitirá escuchar con total plenitud al artista que ocupe el puesto 98, pero no me cabe duda de que cuando afronte la lista de los cien libros que debería leer antes de morir, solicitaré la baja por enfermedad. Como argumento de la baja médica, alegaré “pérdida auditiva temporal por exposición continuada a sonidos perjudiciales para el oído humano”. Aunque estoy convencido de que la culpa es del disco de Jimi Hendrix. Mecachis, no tenía que haberlo escuchado tan alto y doce veces seguidas.