EL CARACOL
El otro día estornudé y me salió un caracol por una fosa nasal. Estaba seguro de que era un caracol porque descendía lentamente con su casa a cuestas por el alicatado de la cocina, lugar al que fue a parar después de un atronador “atchís”. Pensé en denunciarle a la Hacienda Pública por no declarar segunda vivienda, pero me vino entonces a la cabeza aquella melodía que de niño entonaba en las tardes lluviosas de primavera, y en ese instante mi caracol sacó sus cuernos al sol en dirección al tubo fluorescente del techo y desestimé la iniciativa. En su lento caminar por la encimera, sorteó varios vasos, tres cucharas, un tenedor y algunas mondas de mandarina que le sirvieron de suculenta merienda. Mientras mi invitado de invierno tomaba su avituallamiento en la etapa de montaña, pasó por mi mente sonarme la nariz, pero eludí el intento por si salían a animarle sus parientes cercanos, ya que los lejanos tardarían en llegar, por ser caracoles, digo. Para ver de cerca la carrera de mi atleta invertebrado, me situé en primera fila y tomé asiento. Allí estaba yo, animando enfervorecidamente a mi molusco terrestre en su larga travesía, cuando mirándole fijamente a los ojos me asaltó un presentimiento. Nuestras similitudes eran innegables. Y no me refiero al aspecto físico, eso es evidente, sino al social. Tenemos mucho en común. Ambos llevamos la casa a cuestas durante toda nuestra vida (él la lleva de serie y a mí la hipoteca me pega un serio mordisco cada mes en la cuenta corriente), los dos tenemos antenas (las suyas se las puso su madre al nacer y a mí me las instaló un técnico antenista de Canal Plus a un precio de puta madre, perdón), y tanto él como yo nos arrastramos lentamente por la vida para llegar inesperadamente a la muerte y segundos antes de expirar, descubrimos por terceras personas que “no somos nadie”.
Ahora cada vez que estornudo procuro hacerlo cerca de un jardín, por si otro de mis inquilinos decide salir a pasear y sacar sus cuernos al sol. De este modo, lo hará en su hábitat natural y así el juez de turno de la Audiencia Nacional no me acusará de tráfico ilegal de inmigrantes. A saber quién cojones me habrá contagiado el dichoso catarro.