COMO PUTA POR RASTROJO
El otro día se me llevó el coche la grúa. Hasta entonces, desconocía que la vía pública fuera un bien tan escaso como para que haya que distribuirlo entre el mayor número posible de ciudadanos. Al menos eso fue lo que me indicó el señor agente municipal mientras me recetaba una multa con la misma soltura e idéntica letra que mi médico de cabecera. Y yo que pensaba que la calle era de todos, especialmente de esas mujeres de la calle Corredera Baja y aledaños que alquilan una hora de amor a precio de multa. Pero, evidentemente, no es así. A diferencia de mi doctor, lo que recetan esas mujeres no precisa prescripción médica, ni tiene efectos secundarios, ni contraindicaciones, así que más derecho a que la vía pública sea suya no lo tiene nadie, ni siquiera el Ayuntamiento de Madrid con sus leyes recaudatorias. Total, que después de varios minutos escuchando el argumento del señor agente municipal a quien pagan por ordenar el tráfico rodado, firmé el recibito de las narices como el que firma la expulsión de su hijo de un colegio de curas. Fue entonces cuando me dio por pensar que si al señor agente encargado de regular el tráfico se le podría llamar “traficante”. Pero rechacé de inmediato la idea no sea que además de ser acusado de ciudadano inejemplar (palabro que acabo de inventarme), el valor de la multa se incrementara en un 200% por el concepto de agresión verbal. Así que decidí apoquinar al señor “traficante” (perdón, señor agente) los 90 euros de multa más los 80 de la grúa. Lo digo así, por separado, para que me parezca menos cantidad, porque sólo imaginar las dos cifras sumadas me llevaría un quebradero de cabeza y la verdad, uno ya no está para esos trotes.
Escarmentado por el efecto multa, devolví de nuevo el coche al garaje de casa y salí a pasear y disfrutar con las piernas de la parte correspondiente de vía pública que me pertenece por derecho como ciudadano por el simple hecho de estar empadronado en la ciudad de Madrid. Y paseando-paseando llegué sin darme cuenta hasta los aledaños de Corredera Baja. Insisto, llegué sin darme cuenta. Y allí estaban esas mujeres, las de la calle, o mejor dicho, las de la vía pública. Y debo de tener cara de estar mal aparcado porque enseguida vinieron hacia mí dos de esas mujeres como si fueran agentes municipales, y sin grúa ni nada me apartaron de la acera guiándome hacia una pensión a la vuelta de la esquina para dejarme claro cuáles son los derechos que como ciudadano de Madrid puedo disfrutar por el simple hecho de estar empadronado en la capital. Cumplí sus órdenes a rajatabla tal y como había hecho anteriormente con el señor “traficante” (perdón de nuevo, quise decir, agente municipal que regula el tráfico rodado). Con sus indicaciones, las dos mujeres me demostraron a su manera que supongo un peligro para la circulación viaria. Por eso creo que me iré a vivir al campo donde no soy un peligro para nadie, salvo para mí mismo, que es lo mismo que decir que soy inofensivo.