NO TENGO EL CHICHI PA FAROLILLOS
Han leído bien. Y para quien no lo haya leído bien o lo ha hecho rápidamente, lo repito: no tengo el chichi pa farillos. Con esta frase me despachó mi querida esposa el pasado lunes cuando propuse disfrutar el puente de Mayo en una casa rural apartados del mundanal ruido urbano y especialmente del doméstico/familiar. No sé lo que ella quiso entender al escuchar frases salidas de mi boca como “tu y yo, por fin solos” , “dejamos a los niños en casa de tus padres”, o “dos días enteros para nosotros, con sus dos noches”. Fue mencionar estas tres frases con un intervalo de cuatro minutos y separadas entre sí de otros argumentos de peso que avalaban la excelencia de la propuesta, y su única respuesta fue: “No tengo el chichi pa farolillos”. Tras su respuesta, que me dejó mudo y con la boca más reseca que la mojama, bajé al bar de la esquina donde siempre suelo bajar cuando el que no está pa farolillos soy yo. Acodado en la barra y con dos botellines de cerveza Mahou por delante y otros tantos por detrás, se lo conté todo a Berni, el camarero asalariado que trabaja de sol a sol sin mayor ilusión que ver llegar la hora del cierre cada día. Berni no es de hablar mucho, pero escucha que te cagas. Lo de no hablar mucho debe ser porque Berni es rumano desde que nació y no es capaz de encadenar cuatro palabras seguidas en castellano y que no van más allá de “un euro y medio” (que es lo que cuesta el botellín) y “grrrracias por la prrrropina” (que declama con manifiesto acento eslavo y cuyo montante nunca supera la moneda de 20 céntimos). Lo de escuchar, en cambio, lo lleva mejor. Pero eso es porque sólo lleva seis meses en España y quiere traer a su familia y para eso necesita escuchar lo que le dicen. Por eso escucha de todo, incluso lo que le digo yo cuando los botellines que llevo por detrás alcanza la cifra de los dos dígitos. Cuando Berni me dice en su idioma (que yo y todo el mundo entendería) que ya está bien de botellines y ya está bien de tanto hablar, es cuando me saca del bar y me enfila recto para casa, donde llego tras varias paradas a mear en el seto del jardín de enfrente y soltar alguna vomitona que otra, también en el jardín de enfrente, aunque con algo menos de puntería que con el orín. Y al abrir la puerta de casa, mi querida esposa, mirándome de la cabeza a los pies tratando de mantener el equilibrio, me señala el sofá con el dedo índice de su mano derecha y su brazo (también derecho) extendido y vuelve a espetarme a la cara: “ahí te quedas esta noche, que no tengo el chichi pa farolillos”.
Poco tiempo después, me he enterado (también en el bar de Berni) que no tener el chichi para farolillos tiene su versión masculina, algo más soez eso sí, pero versión al fin y al cabo: “Estoy hasta los cojones”. Por eso, la próxima vez que mi querida esposa ponga sobre la mesa su exigencia de pasar el mes de vacaciones de verano en Marina d´Or (otro año más y con este ya van siete), de mi boca sólo va a salir una expresión: “No tengo el chichi pa farolillos”, pero en la versión masculina. Aunque conociéndome como me conozco, me achantaré y ejerceré mi derecho de hombre a tener la última palabra que decir en casa y que no será otra que: “Sí, cariño. Por supuesto, cariño”. Menudo calzonazos estoy hecho.