EL CUCHILLO

El jubilado de mi padre tiene la manía de afilar los cuchillos de la cocina todos los días. A eso de las siete de la mañana, mientras calienta la leche en el microondas, dedica quince minutos a afilar uno por uno la hoja de todos los cuchillos de la cubertería. Da igual el tamaño, la finalidad, si son de hoja lisa o de sierra. El sonido del acero subiendo y bajando por la piedra que llega al dormitorio desde la cocina es tan penetrante que invade la escena final de tu último sueño y acabas por despertar entre sudores como si acabaras de cruzarte con Freddy Krueger.

Como lo hace cada día a las siete de mañana, cuando te da por levantarte una hora más tarde y con media legaña colgando de un ojo, las energías están aún dormitando entre las sábanas y al disponerte a partir la tostada, acabas por rebanarte medio pulgar. La escena es la siguiente: la tostada empapada en cero positivo, el café hirviendo derramado por la mesa por el efecto del retroceso del brazo, el cuchillo volando por los aires buscando pista blanda de aterrizaje donde caer (a ser posible de punta) y mi mandíbula desencajada tratando de dejar salir el grito de mi voz que aún permanece somnolienta y acompañando a las sábanas en el dormitorio. Eso sí que es un despertar en condiciones. Ni ducha de agua fría, ni la corneta en el oído del “quinto levanta tira de la manta”, ni gilipolleces. Nada mejor que seccionarte la falange distal para dar la bienvenida a un nuevo día de luz y de alegría. Las cicatrices de mis dedos a lo largo de estos años son tantas que ya no sé distinguir entre el pliegue natural de mis dedos y las huellas dejadas por el cuchillo del pescado cuyo filo es capaz de partir un pelo en dos partes pero transversalmente.

En una ocasión (por venganza o por supervivencia, ya no sé) me deshice de la piedra de afilar. Dije a mi padre que la había metido sin querer en el lavaplatos y con el calor, el detergente y el agua rica en sodio se había deshecho y había acabado desagüe abajo. La mentira coló, ya que mi padre no saber poner el lavavajillas y cuando pasa ante él, mira hacia otro lado como dándose importancia, pero creo que no cogió la indirecta. Al día siguiente se presentó en casa con una piedra tres veces más grande y un cuchillo jamonero obsequio del ferretero que resultaba compartía con él su afición por las navajas de Albacete.

Desde aquel día no he vuelto a comer en casa y siempre procuro cenar cerca de la oficina. Y hace varios años que renuncié a trinchar el pavo la noche de Navidad. Me da miedo que a la hora de racionar la pechuga, se me escape el cuchillo y acabe por degollar accidentalmente a mi novia, quien por cierto se ha hecho vegetariana y ya no usa ningún cuchillo ni para untar la margarina en el pan Bimbo. He hablado con el jardinero del barrio por si no le importara que mi padre le echara una mano podando los rosales. A ver si con un poco de suerte su afición de Eduardo Manostijeras le tiene entretenido y sólo le da por afilar las tijeras de podar. Espero que no se lleve el meñique por delante o la mano entera. Aunque a veces por la mañana, mientras me pongo mercromina en el pulgar, no me importaría que algo así le sucediera. Qué mal hijo soy, desde luego…

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