EL HOMBRE SEMEN
La escritora francesa Violette Ailhaud, escribió en el año 1919 una magnífica obra titulada El hombre semen. Antes de sobrevenirle la muerte, que finalmente llegó en 1925, dejó escrito en su testamento que el manuscrito de El hombre semen no podría ser hecho público hasta 1952 y únicamente bajo el consentimiento del mayor de sus descendientes de sexo femenino. Llegada la fecha, El hombre semen se hizo público y se publicó (receso: qué importante es un acento, ¿verdad?) para regocijo de Violette y sobretodo de su nieta Yvelyene que por aquel entonces contaba con tan sólo 24 años y la enorme responsabilidad por sexo y edad de cumplir con el deseo de su abuela que en gloria estaba (o donde quiera que estuviese).
El hombre semen, a pesar de llevar a confusión por el título, no es una obra sobre hombres y sexo, sino más bien sobre las mujeres y el amor. Narra la historia de las pobladoras de una pequeña aldea de la Provenza a quien la guerra arrebata a sus parejas masculinas así como a todo hombre habido y por haber en varios kilómetros a la redonda. Tras una ausencia prolongada de dos años sin catar miembro masculino (en el amplio sentido de la palabra miembro), las mujeres deciden pactar entre todas y compartir (en esta ocasión a partes iguales) al primer hombre que tuviera por fortuna (o por desgracia, según se mire) aproximarse a la aldea provenzal. Se nota que la autora francesa había leído Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, porque llevó a sus últimas consecuencias la máxima “Todos para uno y uno para todos”, pero en versión femenina provenzal, es decir “Todas para uno y uno para todas”. En el libro, mientras llega el momento dichoso (o desdichado, vuelvo a insistir) en el que un hombre-macho-varón-semental-inseminador, o como ustedes quieran llamarlo, pise la aldea, las mujeres se entretenían noche sí y noche también imaginando cómo sería el color de su cabello, el tono de sus ojos, el tamaño de sus manos, el de sus pies o el tamaño de aquello que ustedes al igual que ellas también imaginarían si estuvieran en una situación similar de prolongada continencia sexual. Si como dice el refrán «los caminos del Señor son inescrutables», los senderos del deseo humano son aún más desconocidos. De eso habla precisamente el breve pero bello e intenso texto escrito por Violette Ailhaud. Del deseo sin nombres ni apellidos, ni géneros, ni dueños, ni propietarios. Y como mujer conocedora del mundo femenino, lo detalla a la perfección y con la delicadeza y el estilo que sólo una pluma francesa sabe hacer. Por no mencionar que además tuvo el detalle de saber esperar el tiempo suficiente para dejarlo en manos de quien por edad o por momento de nacimiento supiera ofrecérselo los que más aman el significado de la palabra deseo en toda su plenitud.
Como dijo Santa Teresa de Jesús (por cierto, otra mujer entendida en deseos): “No le parece que ha de haber cosa imposible a quien ama”. Pues eso, mucho amor para todos (y todas).