LA LEY DEL DESEO

Encontraba su cuerpo algo delicioso. Le gustaba mirar la forma con la que la piel se adaptaba a la talla de sus pantalones vaqueros (ajustados). Le encantaba observar la delicada curvatura que surge entre el principio de los muslos y el final del glúteo. En otras ocasiones, el modo de cruzar las piernas al sentarse, dejaba entrever unos centímetros de más por encima del largo de su falda y eso, paralizaba su mirada, su consciencia y su mundo, que es lo mismo que decir que congelaba el tiempo en ese instante. Le quemaba el alma descubrir el espacio entre un pecho y otro por el accidente que producía volcarse hacia delante, para coger cualquier cosa (un bolígrafo, por ejemplo). Se le cruzaban los ojos cuando se ajustaba la goma elástica para evitar la incomodidad que supone llevar unas bragas una talla inferior. La marca de los calcetines en la piel dejaba una línea enrojecida por falta de flujo sanguíneo y el acto de acariciarse la piel con la yema de los dedos para calmar el malestar sufrido le excitaba sobremanera. La nuca era un territorio inexplorado que soñaba con olisquear, husmear, esnifar y dejar impreso en su pituitaria a través de sus fosas nasales cada vez que ella, con un grácil movimientos de muñeca, trasladaba su melena del lado derecho de su cabeza al lado izquierdo. Amaba su cuerpo en general, aunque los detalles que lo conformaban eran los que realmente daban consistencia al sentimiento que emanaba desde lo más profundo de su ser. Cada vez que apretaba sus nalgas para erguirse en la silla o alzaba las extremidades superiores para alcanzar un objeto (una carpeta archivadora, por ejemplo) soñaba con situarse justo detrás, a esa altura donde la cintura soporta el movimiento y el resto del cuerpo responde obedeciendo órdenes. Poder rozar su piel por encima de la ropa era algo a lo que aspirar en cada uno de sus encuentros. Y cuando ocurría, cerraba los ojos y la imaginaba desnuda, sin ropa, sin barreras, sin fronteras entre la huella dactilar de sus diez dedos y la epidermis desnuda y virgen de su metro y ochenta centímetros de altura. Adoraba mirar su culo de frente, como sólo se puede ver un culo en todo su esplendor. Ni de medio lado, ni mostrando media nalga, no. Entero, frente a sus ojos. A veces, pedía (ordenaba) que se inclinase hacia delante, ofreciéndole la espalda. Otras, lo hacía frente a él, las menos. Así podía pasar minutos, diez, veinte, e incluso hasta una hora. Admirando la equidistancia existente entre un muslo y otro, y sobre todo, esperando que la humedad interior hiciera acto de presencia allá donde la oscuridad se refugia para no ser molestada. Cuando finalmente ocurría, aproximaba el dedo cordial de su mano izquierda (era zurdo) y suavemente lo introducía en la entrepierna de ella, no sin antes haberlo embadurnado en su propia saliva. En ese momento, era cuando sentía el efecto de una piel rasurada y notaba la emoción del palpitar sanguíneo procedente de su corazón y con destino a las zonas más alejadas de la vista.

Y en este preciso instante viene la realidad y vierte un jarro de agua fría a la imaginación. Fin de la película.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s