TRÁEME EL DESAYUNO
En una ocasión llevé el desayuno a la cama a una mujer. Le costó reconocerme al principio. Pero tras unos segundos en los que no dejó de gritar pensando que era un ladrón que había accedido a su dormitorio a través de la escalera de incendios, me permitió presentarme y justificar mi presencia en su alcoba. Al instante recordó que la noche anterior había bebido más de la cuenta. Pero no se acordaba que en la cima de su intoxicación etílica me eligió para acompañarla a casa, hacerme el amor desaforadamente y caer rendida por el esfuerzo (o por los cuatro gin-tonics más los seis chupitos de ron que llevaba encima, eso ya no lo sé). Lo que sí sé es el momento en el que se fijó en mí, y así se lo hice saber. Sonaba de fondo una bachata interpretada por un tal Romeo Santos (un completo desconocido para mí hasta ese momento y una estrella para quien tiene oreja en lugar de oído). Miré en dirección a la barra del bar y allí estaba ella. Sonreía en el mismo sentido en el que lo hacía yo (o eso me pareció ver). Nuestras miradas se cruzaron (o eso percibí). Noté el aumento de mis pulsaciones, un leve aumento de la temperatura corporal y un ligero rubor tiñó mis mejillas de bermellón. Lo interpreté como una señal divina para tomar la iniciativa. Me acerqué sigilosamente y al llegar a su altura pregunté: ¿Vienes mucho por aquí?. Antes de que ella contestara, el camarero intervino acedamente en nuestra conversación (aunque fuera yo el único que hablaba), para exigirme el importe monetario de las bebidas ingeridas por ella. Son 65 euros, dijo clavándome la mirada en mis pupilas. Si no la conozco de nada, respondí. Pues parece que ella a ti sí te conoce, insistió el camarero apuntando con su barbilla al brazo de ella que de repente abrazaba mi cintura sin que yo fuera consciente del gesto. Salí del bar cargando con el peso bamboleante de su cuerpo colgando de mi cuello, y liberado del peso de 65 euros menos en mi cartera. Dónde vives, pregunté. Por allí, respondió. Qué calle, volví a preguntar. Yo te voy diciendo, respondió. Qué número, insistí. Cuarenta y cinco, dijo ella. Qué piso, continué preguntado. El sexto, confesó. Izquierda o derecha, volví a preguntar. Derecha, dijo ella. Una vez dentro de su casa me preguntó: ¿Me harías el amor? A lo que yo respondí: Si es lo que quieres. Es lo que quiero, dijo ella confirmando su propuesta mientras hurgaba con sus manos en mi entrepierna. Ocho horas después la he llevado el desayuno a la cama, pero no me ha reconocido. Y tampoco se ha reconocido a sí misma en todo lo que pasó anoche y he relatado con más pelos que señales. Amablemente me ha invitado a recoger mi ropa y abandonar su cama, su casa y su vida, sin tan siquiera darme la oportunidad de terminarme el café con leche y las tostadas que yo mismo había preparado con el mismo cariño que recibí de ella horas antes.
Ahora que mi autoestima estaba empezando a remontar el vuelo tras un año en el que me he divorciado, he terminado dos relaciones infructuosas y he roto con una folla-amiga que ni folla ni es amiga, el destino vuelve a arrojarme al talud de la indiferencia sexual. Eso me pasa por ser un mujeriego. Mejor lo escribo bien: mujer y ego. Una combinación imposible, como el gin-tonic y los chupitos de ron.