PUTO MÓVIL DE LOS COJONES

Cuando a mi móvil se le acaba la batería, le doy por muerto. Es entonces cuando le miro como se mira el cadáver de un pajarillo. Me acerco hacia él, lo alzo con delicadeza, lo recojo entre mis manos para acariciarle la tripita en señal de duelo… y de repente me doy cuenta de que no está muerto, sino que lo finge. Lo hace para que lo mire una y otra vez. Como si al no dejar de mirarlo deseara que alguien, desde el otro lado del mundo, marcara mi número para hacerle cantar. Es un juego ideado por él mismo para que no me aleje de su vida, para tenerle al alcance de la mano, literalmente hablando. No soy un caso excepcional. He leído por ahí que los seres humanos que poseen teléfonos móviles como mascota no se alejan de él más de seis metros de distancia.

Antes de tener un teléfono móvil como mascota tenía un gato persa. Le puse de nombre Bola de nieve (por el cantante cubano, no por el gato que tiene la familia de Los Simpson). El animalito no se separaba de mí ni cuando iba al baño (yo, no él). Ahí estaba yo haciendo mis necesidades diarias y ahí estaba él mirándome directamente a los ojos como si con sus pupilas redondas como dos lunas luneras quisiera decirme lo mucho que me amaba en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separase. Y la muerte llegó (para él) y nos separó para siempre. Para sustituirle, adquirí un móvil de última generación en la tienda de telefonía que hay justo en frente de la tienda de mascotas donde antes compraba el pienso para Bola de nieve. Me costó seis veces más de lo que me costó el gato y cada factura mensual me sale por el triple de lo que gastaba en los recibos del veterinario, pero me compensa. O eso quiero creer. Mi móvil está a mi lado permanentemente (como también lo estaba mi gato). Lo enchufo a la red eléctrica y se alimenta él solito (como también hacía mi gato al que rellenaba de pienso su cuenco y se alimentaba él solito). Vemos juntos la televisión (como hacía con mi gato), echamos la siesta en el mismo sofá (yo lo hacía tumbado en él sofá y mi gato tumbado sobre mí), compartimos colchón (y con mi gato también compartía almohada)… en fin, que todo lo que hacía antes con mi gato persa, lo hago ahora con mi móvil chino.

La única diferencia que había entre mi antiguo gato y mi actual móvil, es que mi gato siempre salía a recibirme al umbral de la puerta cuando regresaba a casa tras un día agotador en la oficina, y restregaba su costado contra mis espinillas al tiempo que ronroneaba sin cesar como diciéndome “sí, quiero” a mi juramento de amor en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe para siempre. En cambio mi móvil ni sale a recibirme, ni se restriega contra ninguna parte de mi cuerpo. Él es el único que recibe llamadas y soy yo quien tiene que restregar el dedo índice por su pantalla táctil para que me haga caso tras un día agotador en la oficina. Y cuando no recibe llamadas, finge que está muerto. Al igual que mi corazón, que lleva tiempo sin palpitar por nada ni por nadie y por eso creo que también está muerto.

Cómo te echo de menos Bola de nieve.

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