DYSANIA

La palabra “dysania” aún no está recogida en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Tampoco figura en ningún otro diccionario, ni es un término de uso común que se pueda escuchar en la cafetería o en el bar de la esquina a la hora del vermú. Nadie va por ahí diciendo hoy tengo una “dysania” de tres pares de cojones, ni incluye la expresión “dysania” en frases gramaticalmente perfectas para definir con exactitud un estado físico o emocional.

La palabra “dysania” hace alusión concreta y específicamente a la dificultad para levantarse de la cama por las mañanas. Si usted no tiene ningún problema “dysánico”, mejor deje de leer llegados a este punto y emplee su tiempo en otra cosa mejor. Si, por el contrario es de los míos, es decir, de aquellos cuyo esfuerzo para recibir al mundo cada amanecer es superior a sus fuerzas (concretamente a las fuerzas necesarias para bajar de la cama) continúe con la lectura.

Nadie cuestiona que el ser humano necesita un periodo temporal estipulado entre 5 y 8 horas diarias para dar respuesta a su necesidad de descanso. Tampoco nadie pone en duda que la (necesidad) de descanso es diferente en cada ser humano y que el tiempo de sueño difiere notablemente entre hombres, mujeres, y entre los propios hombres y las propias mujeres. No es un asunto de género sino de individuos. El estilo de vida, el entorno familiar, el ámbito laboral, los hábitos alimenticios, el lugar de descanso, e incluso el tamaño del colchón, son aspectos que determinan si la “dysania” campa a sus anchas o si, por el contrario, ni está ni se la espera. Personalmente marco un ritmo biológico tan puntual como el reloj del Big Ben. Realizo cinco ingestiones de comida diarias, voy al baño tres veces al día, tengo el tránsito intestinal más en forma que Usaín Bold, peeeeeeero a la hora de levantarme, reconozco desarrollar una “dynasia” galopante. Es decir, que cuando comienza a cabalgar, se desboca. Me cuesta horrores salir de la cama más que la actriz Amarna Miller en una escena de “menage a trois”.

El jefe de la unidad del sueño del hospital de mi ciudad capital de provincias me ha dicho que no estoy enfermo y que lo que me ocurre es normal. No puede ser normal, he replicado yo con cierta ira en mi tono de voz. Todo el mundo tarda entre diez y treinta minutos en alcanzar el estado de alerta que le permite afrontar las vicisitudes diarias, ha respondido él con clara intención de sofocar mi furia. Puede que tu caso se deba a los periodos prolongados que pasas delante del ordenador, ha vuelto a decirme a modo de justificación. Entonces, ¿si dejo de estar diez horas al día delante del ordenador desaparecerá la “dysania”?, he insistido para corroborar su suposición. Con total seguridad, ha confirmado el doctor mientras alargaba su mano derecha para recibir un apretón que sirviera a la vez de conclusión médica y de modo sutil de invitarme a salir de una vez por todas de su consulta.

El caso es que llevo tres semanas sin tocar el ordenador y la “dysania” no ha desaparecido ni da visos de que lo haga. El día que vuelva a encender el ordenador no quiero ni imaginar la cantidad de emails pendientes de responder. Sólo de pensarlo se me quita el sueño.

 

 

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