AMAR DEPRIME
Nunca tiro las cajas de medicinas. Aunque la fecha de caducidad indique que están pasadas de día, mes y año, siempre las guardo. Y lo hago para tomarlas cuando me sobrevenga el dolor de cabeza que debí tener en su momento cuando tenía las pastillas y no llegué a usar porque no me dolía la cabeza.
Si en el blíster quedan 19 pastillas cuya fecha de caducidad marca el mes de enero del año que viene, será porque estoy en la insalubre obligación de sufrir 19 dolores de cabeza durante lo que queda de año. Y esto no es algo que diga yo, lo dicen los laboratorios farmacéuticos que saben más de las enfermedades que estamos obligados a sufrir que los propios médicos que las diagnostican. Saben más incluso que el mismísimo Ministerio de Sanidad que es a quien ordenan que nos diga qué tomar y qué no tomar para las múltiples dolencias ficticias propias de los países hiperdesarrollados.
Sé de pacientes que para sobrellevar una migraña se toman dos pastillas de golpe. Pero lo hacen porque la migraña tiene doble consideración que una simple jaqueca. Aunque en la caja figure una fecha límite de consumo, los migrañeros* están tranquilos, ya que nunca correrán el peligro de enfermar por haber ingerido un producto en mal estado, a pesar de que la migraña les impida razonar con lucidez y llegar a conclusiones fidedignas. *(No busquen la palabra migrañeros en el diccionario porque es inventada)
El botiquín doméstico que guardo en casa ocupa una habitación entera. De hecho, parece una farmacia en toda regla a falta del luminoso encima de la puerta en forma de cruz de color verde fosforito. Dicha habitación me quita espacio para guardar los libros, pero por otro lado es una farmacia que siempre está de guardia (en guardia, mejor dicho) y abierta las 24 horas. Aunque sufra un amago de cólico nefrítico, me consuela saber que siempre tendré a mano la medicina correcta para el alivio instantáneo.
Diciendo lo que digo no me tomen por un hipocondriaco de ésos propensos a caer enfermo en cualquier momento, nada más lejos de mi intención. Conservo las pastillas porque odio que me digan lo que tengo que tomar para dolencias con las que convivo de modo natural. Con la depresión, por ejemplo, mantengo una relación marital desde hace varios años y todavía no nos ha dado por tirarnos los trastos a la cabeza como cualquier matrimonio digno de llamarse matrimonio. Mi depresión y yo dormimos juntos, compartimos mesa y mantel e incluso nos vamos de vacaciones cada verano a distintos destinos sin que las diferencias marquen distancia en nuestra relación de amor y odio. Somos la pareja perfecta. Los casados de nuestro entorno nos preguntan cuál es el secreto para mantener viva la llama de nuestro amor. En mi caso tiene nombre y dos apellidos: Prozac veinte miligramos.