DESPUÉS DEL DIVORCIO LLEGA LA CAMA
Me van a permitir que en este artículo recurra a la figura retórica de la metáfora para referirme al matrimonio y a todo lo que conlleva tanto intrínsecamente como extrínsecamente. Antes de llegar al altar (ya sea el altar de una iglesia o al despacho de un juzgado o cualquier otro lugar donde la pareja elija darse mutuamente el “sí, quiero”), los cónyuges suelen comenzar la travesía conjunta de su vida desde la orilla, que no es otro sitio que la barra de un bar, el ascensor de la oficina, la pista de baile de una discoteca o el Meetic (los que presuman de ser más digitales que analógicos).
Una vez embarcado el pasaje de los sentimientos (las emociones en primera clase y la sinceridad en clase turista), se procede a soltar amarras dejando en tierra todo elemento del pasado susceptible de interferir en la carta náutica firmada en la sacristía de la iglesia o sobre la mesa caoba del juzgado de paz de turno.
Seguidamente, cuando se leva el ancla, conviene permanecer en el puente vigilando que el buque del amor se aleje del embarcadero del presente y enfile el futuro pasando por el espolón en dirección al mar abierto del resto de los días y años que restan por vivir en pareja.
Después de que la embarcación se pierda en el horizonte y deje tras de sí una estela de espuma de mar comparable a los rizos de las sábanas blancas del lecho marital donde se ha realizado el acto amoroso frenéticamente durante las primeras millas a una velocidad de crucero de doce nudos, los pasajeros salen a cubierta a sentir en su rostro el aire fresco del océano. Mirando por la borda es cuando se dan cuenta de la cantidad de peces que tiene el mar y es en ese instante cuando emerge de las profundidades la incuestionable duda que contamina la relación: “¿Es mi sirena la sirena con la que quiero nadar el resto de mi vida?”–piensa él. “¿Es mi tiburón el único pez que deseo me hinque el diente?”–piensa ella. Y entre duda y duda, se desata la tormenta en alta mar que es como decir que comienza la difícil navegación transoceánica de la convivencia en aguas donde resulta fácil encallar.
A medida que la nave del matrimonio sortea el oleaje en mar abierto, el embravecido temporal de la convivencia provoca vendavales que zarandean la estabilidad de la relación de un lado a otro y es el miedo el que pasa a tomar el timón de la relación. Una vez llegado el momento decisivo en el que el agua va colándose por las grieta del casco y alcanza la línea de flotación, los hay que permanecen a bordo y quienes saltan por la borda.
Vuelvo a pedirles su permiso para recurrir al uso de metáforas navales para referirme a las relaciones matrimoniales, pero casi siempre las ratas (machos y hembras) son las primeras en abandonar el barco y son contadas las ocasiones en las que queda un capitán (hombre o mujer) en el puente de mando que decida hundirse junto al barco hasta las profundidades y gélidas aguas del día a día que conforma la vida en pareja.
Por fortuna e insistiendo en la metáfora para explicarlo: después de la tormenta siempre llega la calma, o lo que es lo mismo, después de un divorcio, siempre llega la cama (casi siempre con otra persona, a veces del sexo opuesto y en ocasiones del mismo, las menos). Feliz travesía romántica en el barco de la convivencia.