A LA MIERDA EL MÓVIL
Desde que llevo el móvil apagado soy más feliz. Lo sé porque noto la piel del cutis más tersa y suave. Las taquicárdias han desaparecido por completo. Ya no tengo que limpiar cacas de perro de la suela de mis zapatos, ni me duelen los chichones de la frente provocados por golpes contra farolas, papeleras, señales de tráfico y demás mobiliario urbano que interrumpe el tránsito ciudadano. Tampoco pierdo el Metro desde el andén, ni el autobús desde la marquesina. La tortícolis remite paulatinamente y el riego sanguíneo completa su ciclo corporal sin quedar interrumpido a la altura de las cervicales de la nuca.
Desde que llevo el móvil apagado, he ampliado mis horizontes, literalmente hablando. De hecho, ahora sé lo que significa el horizonte porque lo veo. Antes ni quiera sabía lo que era porque mi visión panorámica estaba limitada a las dimensiones de la pantalla táctil. Cuando me cruzo por la calle con personas en la misma postura que solía llevar yo antes de decidir apagar el móvil, pienso en lo pobres e indefensos marginados que se hallan. Buscan a toda costa integrarse de nuevo en la sociedad que les expulsó por el simple hecho de no ser capaces de alzar el mentón. Qué flaco favor hizo a la humanidad la parábola cristiano-católica del hijo pródigo, digo yo. Con lo bien que se está siendo un “outsider” y lo mucho que se sufre siendo un “insider”.
En algún momento dado de nuestra existencia, no sé quién ni cuándo ni cómo ni por qué algún predicador charlatán dijo que las nuevas tecnologías aplicadas a los avances en las telecomunicaciones mejorarían nuestra calidad de vida como ciudadanos y como seres humanos, y nos los creímos de cabo a rabo. Entre aplicaciones que sirven para mantener conversaciones sin estar presente en la conversación, pantallas táctiles que obedecen nuestros mandatos con sólo deslizar la yema del dedo índice y proyecciones de video enseñando todo tipo de aprendizajes posibles («tutoriales», es el nombre técnico), la humana humanidad ha perdido todo contacto físico posible entre sí. No es de extrañar el bajo índice de natalidad o el aumento progresivo del envejecimiento de las sociedades autodenominadas desarrolladas.
Actualmente nadie se toca el cuerpo, la cara o entrelaza sus manos, porque no existe oportunidad de hacerlo. El sentido del tacto se reduce al centímetro cuadrado de la punta de uno de los dedos de la mano derecha (en el caso de los diestros) y de la mano siniestra (en el caso de los zurdos). De los cinco sentidos, el del tacto es el que tiene todas las papeletas para involucionar, junto con el tamaño de la profundidad de campo de la retina y de la materia gris alojada dentro del cráneo humano.
Cuando vas cabizbajo por la vida, te pierdes la auténtica vida real que pasa delante de tus ojos mientras la mirada está fija en mensajes absurdos de Facebook, conversaciones vacías de Whatsapp, o leyendo en páginas web artículos estúpidos como éste que sólo sirven para robarte un minuto y medio de tu valioso tiempo. Feliz fin de semana lectores y lectoras.