EL SILENCIO NO MIENTE
Hablar es bueno. Lo aconsejan todos los psiquiatras, todos los psicoanalistas, todos los psicólogos e incluso casi todos los psicópatas. Como ejemplo, John Doe en la película “Seven”, que antes de pecar de asesinato sermoneaba previamente al futuro asesinado tratando de expiar sus propios pecados capitales cometidos religiosamente tras 90 minutos de metraje.
Hablar es bueno porque tiene el poder de exorcizar los demonios internos que nos atemorizan. Los exabruptos que muchas personas de nuestro entorno cercano vomitan por la boca en forma de palabras malsonantes o expresiones indecorosas cumplen una función muy saludable. Cuando digo saludable quiero decir en beneficio de la salud de quien habla, no en la salud de quien escucha. Es a estos últimos a quienes afecta todas y cada una de las letras que son expelidas por la boca del parlanchín como si fuera la regurgitación “Blandi blu” de la niña del exorcista.
Por otro lado, hay otro tipo de personas, entre las que me incluyo, que consideran que las palabras esclavizan y por lo tanto, es mejor mantener la libertad que proporciona tener la boca cerrada y ser dueño del propio silencio.
Tuve una novia (con los ojos más bonitos que jamás he visto) que afirmaba que cuando no se dice lo que se piensa en el instante en el que se piensa, alguna parte del organismo humano sufre las consecuencias. Mi antigua novia (con los labios más dulces que jamás he probado) decía que la afonía surgida de modo espontáneo es el resultado de no expresar con palabras un malestar, un dolor, un pensamiento, una duda o una sospecha infundada y, por consiguiente, el malestar se manifestaba en afonía al no haber podido expulsar por la boca adjetivos, sustantivos y maldiciones. Mi novia de entonces (con la piel más suave que jamás he acariciado), tenía el mismo razonamiento para al dolor de tímpano. Argumentaba que si había algo a lo que voluntariamente hacíamos oídos sordos, la audición quedaba dañada temporalmente. O una pérdida de visión transitoria para algo que no se quería ver aún estando a la vista de todos. O un herpes espontáneo en la piel por causa de no agarrar el toro por cuernos de un asunto espinoso. Y así sucesivamente.
A pesar de que ya no somos novios desde hace años (en los que no pasa ni un solo día en el no recuerde la forma de sus senos), aún mantenemos contacto periódico por teléfono. La periodicidad se reduce a una llamada telefónica cuando llega la fecha de nuestros respectivos cumpleaños y otra el día de Año Nuevo. Cuando se acercan esos días tan señalados es cuando, de repente, y sin venir a cuento, me quedo afónico. Puede que sea por los bruscos cambios de temperatura provocados por el dichoso cambio climático, o también porque aún sigo enamorado de ella y no me atrevo a decírselo, y por eso el organismo reacciona dejándome sin habla. Qué sabia es la naturaleza humana.