EL ASCENSOR

En las distancias cortas, nuestro orgullo, como decía el anuncio de Brumel, nos la juega. El ascensor es uno de esos lugares.

Hace tres meses coincidí en el de casa con mi vecina adolescente. Yo camino de la oficina y ella volviendo de marcha (o saliendo, no sé). Está en plena edad del pavo, nada más había que ver la cara que puso al verme para darse cuenta de que para ella todo aquello que tenga más de 40 años es historia, en mi caso, prehistoria. Donde yo veo a un hombre maduro, ella ve a un dinosaurio del pleistoceno. Aunque para ella el pleistoceno debe ser el nombre del nuevo centro comercial abierto en el PAU de Rivas Vacíamadrid.

Cuando entré en el ascensor, para disimular, hice lo que hace todo el mundo: mirar al espejo (un ascensor no tendría la categoría de ascensor si no tuviera un espejo). Al verme a mí mismo reflejado en el cristal, comencé a percibir las imperfecciones propias del paso del tiempo, es decir, entradas pronunciadas, bolsas bajo los ojos, manchas en el dorso de las manos, surcos en la piel… y donde antes había un hombre maduro, empecé a ver a un Tiranosaurios Rex.

El trayecto de subida o bajada en ascensor se convierte en una eternidad cuando vas acompañado. Y la eternidad parece infinita (valga la redundancia) si se coincide la vecina adolescente que luce un tanga rojo asomando por encima del pantalón vaquero, dejando ver un triángulo que debería estar homologado por la Dirección General de Tráfico para poder circular por vía pública. Para que no pensara que soy ese vecino viejo verde del quinto piso, desvié la mirada de nuevo al espejo con la mala suerte de dar con el reflejo de su escote que dejaba imaginar dos pequeños pechos por entre el botón inteligentemente desabrochado de su blusa vaporosa semitransparente, tras la que se adivinaban dos sonrosados pezones estratégicamente ubicados. Entonces bajé la vista para no parecer indiscreto, con el infortunio de encontrarme de bruces con una erección del tamaño de una tienda de campaña de ocho plazas, de esas que se montan lanzándolas al aire y que venden en el Decathlon de las Rozas por menos de 50 euros.

Rápidamente introduje mi mano en el bolsillo con el fin de ocultar el bulto impropio de mostrarse en espacios públicos y aún más impropio en un hombre de mi edad, pero ya era tarde. La risita adolescente de mi vecina en plena edad del pavo retumbó por todo el ascensor y por consiguiente en todo mi orgullo masculino: “Tu también eres de esos tíos que va a cuestas con el cargador del móvil en el bolsillo, ¿no?”

Desde ese día subo andando las escaleras. Y de dos en dos, como un Tiranosaurios Rex.

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