En mi vieja capital de provincias, durante los primeros años de los años ochenta hubo una discoteca juvenil que se promocionaba con el slogan «Chicas gratis» escrito a mano con rotulador Carioca sobre un folio en blanco pegado con celo en la puerta de la entrada.

La expresión “Chicas gratis” (no me sean mal pensados) hacía referencia a la gratuidad de acceso al local del género femenino, mientras el masculino estaba obligado a pagar la entrada (500 de las antiguas pesetas, o sea, 3 euros de la moneda actual).

El reclamo económico pretendía captar al público femenino para que a su vez éste atrajera al público masculino. Doble salto mortal. Es decir, el cebo pecuniario funcionaba con ellas, y ellas eran el cebo para ellos, que eran los que tenían dinero (supongo).

Desconozco por completo las artes de seducción en su lugar de residencia, querido lector/a, pero las mujeres de mi vieja capital de provincias no son fáciles de seducir (al menos para mí). Tampoco se sienten atraídas por las ofertas, ni por las promociones ni los descuentos, ni tan siquiera por la fuerza poderosa e innegable de la palabra “gratis”.

El paso de los meses acabó demostrando que el slogan “Chicas gratis” además de pasar desapercibido para las mujeres, sólo hechizaba a hombres, por lo que la discoteca ochentera mutó sin quererlo en un antro gay donde resultaba mucho más fácil ligar y se cobraba entrada a todo el que no vistiera minifalda (y si la llevaba, también).

Gracias a los caprichos del destino, por un lado, el revés inesperado de la estrategia comercial hizo millonario al dueño de la discoteca y por otro lado, ayudó a más de un provinciano a descubrir su verdadera sexualidad.

Tal y como dice el refrán “lo que viene, conviene”, y al final, las oportunidades se presentan solas. Únicamente hay que estar dispuesto para salir a buscarlas (o dispuesto a salir del armario, como en este caso).