EL LÁPIZ
Me han regalado un lápiz. Un lápiz para escribir. Hasta aquí, todo normal. Pero lo que no es normal es el lápiz. A diferencia de otros lápices, el lápiz que me han regalado se consume si no escribes. Es decir, cuando escribo con él, la mina de grafito permanece intacta en tamaño, forma y densidad. Pero el día que no escribo con él, va menguando lentamente, como si hubiera sido usado.
Al principio, pensé que se trataba de un nuevo invento de los chinos o de los japoneses (nunca supe distinguirles a primera vista). Luego me dio por creer que se trataba de un prototipo de artilugio para espías, como aquellos mensajes que enviaban a Ethan Hunt en Misión Imposible y que se destruían en cinco, cuatro, tres, dos y… boom!!! También consideré seriamente que podría tratarse de una aleación biotecnológica basada en el concepto de la obsolescencia programada, pero a la inversa.
Tras horas de elucubraciones estériles, finalmente he llegado a la conclusión de que la razón de tan inexplicable fenómeno radica en la relación paralela del uso del lápiz y el uso del cerebro. Es decir, si me da por pensar, el cerebro conserva su tamaño y permanece en su forma original. Pero en el momento en el que no reflexiono sobre algún aspecto concreto de la vida que me rodea, noto el vacío craneal provocado por el espacio que deja la masa encefálica al disminuir su diámetro por empequeñecimiento repentino.
Debido a esta conclusión, desde que tengo el lápiz mágico (así he decidido llamarle) escribo más que nunca. También corrijo más que nunca. Y eso me transforma día tras día en mejor escritor y, por extensión, en mejor persona (o viceversa, no lo sé; o eso creo yo, tampoco lo sé).
Nunca me definiría como escritor del mismo modo que tampoco diría de mí que soy piloto por el hecho de conducir un coche Seat de segunda mano; o me llamaría chef por meter al microondas un plato precocinado comprado en la sección gourmet de El Corte Inglés. Pero como en esta vida te llaman de todo por no hacer nada de nada, prefiero ser yo el que elija lo que quiero que me llamen en las redes sociales antes de que lo hagan otros usando adjetivos llenos de faltas de ortografía y carentes de raciocinio (tanto los adjetivos como quien los escribe).
Aquí les dejo mi reflexión dominical para que la digieran con el café del desayuno, mientras salgo a comprar un sacapuntas para escribir artículos más afilados. De esos que al leerlos te rasgan el alma sin saber si hay cura posible y reflejen las inquietudes de un humilde escritor que escribe por la necesidad de escribir (o por no consumirse domingo tras domingo, como le ocurre al lápiz que me han regalado cuando no le doy uso).