UN LIBRO A LA SEMANA
En el instituto donde cursé primero de bachillerato, había un profesor de literatura que recomendaba a sus alumnos leer un libro por curso. Repito, un libro por curso. Daba igual el título, nombre y origen del autor, el género literario, el idioma, la editorial, el año de publicación, si era de tapa dura o tapa blanda, el gramaje del papel o el número de ISBN. Bastaba seguir la recomendación de leer un libro para impulsar hacia arriba las décimas de la calificación en época de exámenes.
A pesar de la suculenta “zanahoria” que suponía el incremento de la nota, pocos fuimos los que aceptamos la oferta de leer un libro. Insisto, sólo era necesario leer un libro, y a lo largo de un año escolar, o sea, nueve meses.
En mi caso, con el paso del tiempo aquella obligación de leer un libro por año, derivó en costumbre que acabó siendo hábito (por no decir vicio). Primero fue un libro anual, después trimestral y finalmente ha terminado por ser quincenal e incluso semanal (si el tiempo y la fuerzas lo permiten, o el libro lo merece).
En el instituto al que acude mi hijo Alejandro, ya no quedan profesores de literatura que recomiendan leer un libro al año. Por no recomendar, no recomiendan ni siquiera leer lo que ellos mismos escriben en la pizarra. Pero, como desde que Alejandro vino al mundo nos ha visto leer a su madre y a mí, él también lee (dentro y fuera de casa). Si yo hubiera suspendido bachillerato por ser incapaz de leer un libro al año, mi hijo Alejandro únicamente leería hoy los mensajes de Whatsapp que le envían sus amigos, llenos de erratas y faltas de ortografía, y que él responde con textos puntuados debidamente, verbos perfectamente conjugados, y todo ello sin necesidad de usar el corrector automático del móvil, ni sustituir frases emotivas por caritas sonrientes o boñigas con ojitos.
Como lamentablemente no tengo a nadie que me obligue acudir al gimnasio cada semana (y por eso no voy), yo mismo me obligo a leer un libro cada siete días, que es como ir a un gimnasio, pero de otro tipo. Y funciona. La musculatura intelectual que he desarrollado con los años se activa al instante cuando hay conversaciones en las que hay que intervenir para sembrar cordura, cuando se impone ofrecer una explicación clarificadora a quien no ve más allá de sus narices, o cuando es obligatorio comprender lo incomprensible de la vida que vivimos.
Y todo gracias a aquel viejo profesor de literatura que nos obligaba a leer un libro al año. Debió obligarnos a leer dos.