LA RISA Y LA MALA HOSTIA
La risa es como la mala hostia, cuanto más se ejercita, más se desarrolla. En mi caso, rezumo tanta mala hostia que cuando abro la boca para opinar sobre un asunto en concreto, expulso más veneno que el que lanza por la boca la cobra escupidora africana al sentir amenazada su zona de confort.
Si pusiera el mismo empeño en ofrecer sonrisas a troche y moche, estoy plenamente convencida de que acabaría de igual forma que suele acabar la serpiente africana cuando no se defiende al sentirse atacada, es decir, hecha un bolso de alta costura francesa. Por eso, para seguir vivita y coleando, ejercito la mala hostia en lugar de la comedia. De este modo, evito acabar colgada del hombro de una top model influencer instagramer sin oficio conocido, por muy bien que practique el inglés o el francés (el idioma, quiero decir, no me sean retorcidos).
Y hablando de sexo, puede que la culpa de mi mala hostia la tenga el sexo (la falta de sexo, quiero decir), y que por eso se diga aquello de «tener mala follá». Cuando se deja de hacer el amor, como es mi caso, también se deja de hacer el humor, como también es mi caso. Sin amor no hay humor que valga y sin humor es difícil (por no decir imposible) llevarse a alguien al huerto (si lo que excita es el cruising) o llevarse el gato al agua (si lo que excita es la zoofilia) o llevarse a un hombretón a la cama (si lo que excita es dormir después de alcanzar el multiorgasmo tras ejercitar el tipo de sexo que guste de ejercer cada cual).
En definitiva (y por no alargar más este asunto que se me está agriando el carácter), si alguien es capaz de decirme qué fue primero hacer el humor o hacer el amor, que me lo diga. Junto al dilema del huevo y la gallina, son las dos únicas cuestiones que priorizan ahora mismo la existencia humana. Al menos, mi propia existencia a la que no encuentro gracia alguna (como este artículo, que tampoco tiene puta gracia).