LA CAJA DE GALLETAS
Hay personas que son igual que la caja de galletas que hay en casa de la abuela: la abres con una ilusión que te cagas y resulta que es un costurero.
Estoy plenamente convencido de que tras leer esta frase les ha venido a la cabeza el nombre de una persona, o quizá el de dos, que son como la caja de galletas de la abuela. Puede que incluso usted sea la persona que yo tengo en mente ahora mismo o que sea yo quien esté en su cabeza en este preciso instante. Es más, puede que hasta usted y yo estemos en la misma cabeza de terceras personas y no lo sepamos a día de hoy.
En definitiva, todos somos parte integrante de un costurero. Algunos son un ovillo de lana en disposición a tejer una vida que abrigue y dé calor a los demás. Los hay que son agujas que cosen los remiendos que produce la cotidianidad de la vida en sus ámbitos laborales, personales y familiares. También hay seres humanos que son dedales que protegen de las punzadas que devuelve la inercia tras tomar una mala decisión. Y al mismo tiempo hay otros, entre los que me incluyo, que somos tijeras que vamos cortando relaciones con quien se atreve a acercarse más de lo debido lanzando comentarios afilados que hieren pieles demasiado finas como si fueran de seda natural.
Cuando la vida metamorfosea en metáfora (perdón por la cacofonía), toda la dulzura que puede proporcionar el sabor de una galleta de miel y chocolate se convierte en una decepción tan puntiaguda como las alfileres que atraviesan la yema de los dedos al tocar temas espinosos.
Un consejo de nieto. La próxima vez que visiten a su abuela y les ofrezca café con galletas, beban sólo el café. Las galletas del costurero se atragantan en el alma por no decir que descosen el tejido emocional del corazón dejándolo como un trapo.