PECECILLOS DE PLATA

Los amantes de la lectura y por extensión de los libros, estamos habituados a la presencia de un ser vivo inofensivo llamado Lepisma Saccharina al que familiarmente llamamos “pececillo de plata”. Para quien no sepa a qué tipo de animalito me refiero, se trata de un insecto tisanuro cuyo ecosistema doméstico favorito está ubicado entre las páginas de un libro (siempre situados próximos al lomo, a cubierto por la cubierta y guardados por la guarda).

Se trata del insecto más ancestral del que se tiene conocimiento y con innumerables tipologías. Con la invención de la imprenta, allá por el año 1440, hubo una clase de tisanuros que decidió por cuenta propia alejarse del resto de su raza y colonizar el mundo de la literatura para habitar por siempre entre frases y versos sabiendo que no hay nada que avive más el seso y despierte el alma dormida que una copla de Jorge Manrique, y que donde mejor se duerme es junto a Alejandra Pizarnik compartiendo la noche astillada de estrellas.

Con el paso de los siglos, los “pececillos de plata” han desarrollado suficiente agilidad y fortaleza para nadar libremente entre la retórica aristotélica y el realismo mágico de García Márquez. También hay “pececillos de plata” que bucean sin complejos entre versos endecasílabos de Lope de Vega, alejandrinos de Rubén Darío o quintillas de Ramón de Campoamor. E incluso los hay que no temen el tamaño de su congénere Moby Dick y los que consideran prosaicamente al libro como una habitación propia de cuyo nombre no quieren acordarse.

La convivencia del hábitat literario conformado por autores, lectores, libros y tisanuros es relativamente cordial. Los primeros proporcionan alimento espiritual a los segundos y los terceros son alimento amiloso de los cuartos. Cuando lo último se produce de modo exorbitante e influye negativamente perturbando el equilibro natural que proporciona la lectura, resulta incuestionable la toma de medidas drásticas como la abstergición del objeto que cobija a la especie más pretérita del universo insectil (efectos de “La selección natural” que diría Charles Darwin).

A partir de ahora, queridos lectores, en lugar de definir a un amante de los libros como “ratón de biblioteca”, propongo usar la denominación “pececillo de plata”. Además de ser más correcto y acertado, resulta muchísimo más poético.

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