DIETA MENTAL

Me he puesto a dieta. De un tiempo a esta parte estoy realizando una ingesta selectiva de conceptos para aligerar peso emocional. Por un lado, rechazo de raíz los ácidos grasos poliinsaturados tales como insultos, agravios y ofensas, así como otro tipo de improperios verbales de carácter similar. Por otro lado, baso mi alimentación diaria en un menú equilibrado de expresiones ricas en fibra que facilitan la digestión y el entendimiento entre las que destacan “Por favor”, “Eres muy amable” y sobre todo “Gracias”.

Lo mejor de todo, es que no ha sido necesario renunciar forzosamente a los caprichos que demanda periódicamente el paladar. Cuando veo que la gula hace acto de presencia, basta con volver la vista a un libro y mi mente lo agradece enviando un mensaje de serenidad y cordura que recibo canturreando “Agradecida y emocionada” de Lina Morgan (que Dios la tenga en su gloria).

Para complementar el objetivo dietético, ayuda mucho realizar ejercicio diariamente. No existen rígidas instrucciones al respecto, ni una tabla de adiestramiento para cumplir a rajatabla (perdón por la cacofonía). Pero recorrer cada día dos kilómetros de líneas de “El mundo de ayer” de Stefan Zweig, levantar regularmente el peso de una obra de Charles Dickens o agacharse repetidamente ante las páginas de un volumen de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, facilita el riego sanguíneo al cerebro y evita la acumulación de inmundicia que obstruye las arterias coronarias. Además, para quienes desean mantener la figura estilizada, nada mejor que saltar tres veces por semana de autor en autor. Para ello, la lectura de Anton Chéjov, Raymond Carver o John Cheever equivale a la pérdida de 2.000 calorías por relato.

Aunque suene tentador, es recomendable no acudir a gimnasios y centros de Fitness sin mayor aporte intelectual más allá que el de quemar neuronas en lugar de toxinas. Y muy especialmente evitar los vestuarios, donde se acumula testosterona insalubre en forma de frases hechas y expresiones precocinadas con alto grado de toxicidad.

«La ingesta literaria de fast-food queda terminantemente prohibida», así de rotunda ha sido mi endocrina. «Ni fuck you, ni go to hell, ni bastard, idiot o asshole y otros vocablos anglosajones que cubren los ganglios basales de sebo y dificultan el correcto funcionamiento del telencéfalo con altas posibilidades de infarto cerebral» ha concluido tajantemente.

Con la dieta que estoy siguiendo estos días de modo inflexible, no sé si mi intelecto acabará en plena forma. Lo que puedo asegurar es que ya nadie podrá influenciarme con sus mensajes llenos de ira, odio y desprecio hacia el prójimo que estoy leyendo últimamente.

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