MADRID ME MATA
El Metro de Madrid es el intestino de la capital de España. Viajar en la línea 4 desde Argüelles a Arturo Soria es realizar el trayecto de un torrezno en las tripas de un segoviano a la hora del aperitivo.
Desde que los vagones ya no están separados entre sí por una puerta, subirse al tren del Metro implica asumir los movimientos peristálticos de una ciudad que devora cada día de lunes a viernes a tres millones de ciudadanos (independientemente de su nacionalidad, sexo o religión).
El momento de la ingesta coincide con la hora punta matinal, entre las siete y media y las diez de la mañana. A esa hora, los seres humanos son el sustento de una urbe que necesita ingerir energía física y emocional para subsistir el resto del día. Tras la digestión subterránea de varias horas, llega el momento de la evacuación de personas que coincide de nuevo con otra hora punta, pero llegado el ocaso de la jornada laboral. Muchos salen por donde han entrado. Otros, los menos, regresan por otros medios con el fin de mantener la dignidad que arrebata la oscuridad del enterramiento en vida.
El metro de Madrid es por tanto el órgano vital más importante de la ciudad. Después, y a larga distancia, están los parques y jardines que ejercen la función de los pulmones. Le siguen las carreteras por donde circulan todo tipo de vehículos a motor. Ellas son las arterias sanguíneas que unen norte y sur, es decir, cabeza y pies y también a todas las extremidades, o sea, distritos entre sí y barrios del alfoz con la Puerta de Alcalá. Y sin olvidar las continuas obras de mantenimiento de fachadas y tejados que son la epidermis de una vieja villa y corte tan arrugada como los papeles y bolsas de plástico tirados por el suelo que alfombran aceras de mole granítica infestada de goma de mascar.
Se podría decir que la ciudad de Madrid es el Godzilla de las capitales de España y como monstruo despiadado, su insaciable hambre de humanidad es infinita. Por esa razón y para escapar de sus fauces es más saludable habitar en una capital de provincias limítrofe donde el único metro que existe es el que separa a un vecino de otro y no hay riesgo de acabar diluido por los jugos gástricos de una ciudad hiperfágica.