PIENSO, LUEGO EXISTO
Es más fácil hablar mal que pensar bien. La correspondencia entre ambas acciones no tiene por qué guardar relación directa. Pero lo primero (hablar) es la evidencia de lo segundo (pensar).
A día de hoy, abrir la boca y despejar dudas sobre el modo de pensar, ya no causa reparo. Hemos pasado de pensar antes de hablar a hablar sin pensar primero. Puede que sea debido a lo barato que sale hablar por hablar, frente al esfuerzo físico y económico que supone pensar por pensar.
La filosofía, que estuvo al borde de la extinción en el ámbito docente español no hace demasiado tiempo, invita a reflexionar sobre el mundo que nos rodea y sobre los seres humanos con quienes nos relacionamos, empezando por uno mismo. La filosofía compele a escucharnos más a nosotros para después escuchar al prójimo. Para lograrlo, bastaría con abrir bien las orejas o simplemente con extraer el cerumen incrustado en los oídos tras años de abandono personal y entrega a la mundanal intemperie.
La boca, por su parte, es esa taza de las palabras en la que se remueven los conceptos como si fueran grumos del Cola-Cao. Lo malo es que muchas veces se antepone la ansiedad irrefrenable de mojar la galleta y al final se termina tragando una mezcla de difícil comprensión que indigesta a quien escucha y certifica la ineptitud de quien habla.
Si todos fuéramos capaces (y yo el primero) de meditar la palabra exacta antes de ofrecerla en bandeja dentro de una frase gramatical incorrectamente construida, elaboraríamos un menú de contenidos muy sabroso y por el que ganar un par de estrellas Michelin (incluso dos).
Aquí les dejo este aperitivo para que disfruten de una velada gastronómica entre palabras fuera de tono y tonos fuera de lugar.