LA VIDA ESTÁ EN LA COLA DEL SÚPER
En la cola de la caja del Lidl está la humanidad al completo. Mientras espero religiosamente y con paciencia laica mi turno para pagar, escucho con discreción (y guardando la distancia reglamentaria) a un septuagenario conversar con su homólogo del barrio periférico.
La vida ha sido generosa conmigo, empieza sentenciando, tengo todo lo que se puede tener a mi edad para disfrutar del tiempo que me queda. Tengo salud. Tengo a los hijos colocados con trabajo fijo. Tengo media docena de nietos que me alegran el espíritu cuando vienen de visita. Tengo a una chica que me limpia la casa dos veces por semana. Y tengo a mi esposa en una urna en el mueble del salón. No puedo pedirle más a la vida. Ni quiero. Me conformo con tener cerca a mi esposa, aunque sólo pueda olerla.
Tras escuchar la perorata, el amigo anciano del barrio periférico se ha echado a un lado y ha salido de la conversación para incorporarse a la cola de la caja contigua (con sólo dos clientes). No sé si lo ha hecho por saltarse la cola, por esquivar la deriva de la conversación o por llegar cuanto antes a casa a aliviar la vejiga.
El caso es que el septuagenario se ha quedado con la palabra en la boca y yo me he quedado con las ganas de saber a qué huelen las cenizas de un amor inmortal.