NO MEZCLAR CHURROS CON MENINAS
De vez en cuando me da por escuchar conversaciones ajenas. Sé que es de mala educación, pero nadie se priva de hacerlo si la ocasión lo permite (¿O usted sí?).
También he de reconocer que jamás escucho mis propias conversaciones. Si lo hiciera, querría decir que me escucho a mi misma, y eso es algo que ya no hace nadie (¿O usted sí?).
A lo que iba. Que el otro día viajaba en Metro en un trayecto de Tetuán a Buenos Aires pasando por Bilbao (viajar en el Metro de Madrid es lo más parecido a sentirse Phileas Fogg en “La vuelta al mundo en 80 días”) y escuché a una madre conversar con su hija sin llegar a distinguir quién era quién gracias a los efectos del maquillaje, o del ácido hialurónico de cada una de ellas, no sé.
El caso es que presté atención a lo que se decían entre sí. No lo hice por curiosidad ni por ansia de cotillear. Simplemente pegué la oreja porque nunca he llegado a saber lo que realmente una madre dice a una hija y viceversa más allá de aquello que esté próximo a la intención educadora de la gestora y la actitud receptiva de la gestada.
Tras veinte minutos de atento interés, el vínculo consanguíneo resultaba tan evidente en cada palabra de loa que cruzaban entre ellas que sólo faltaba marcarlo a fuego con el logotipo de Superglue. Fue en ese instante cuando sentí que los hijos que nunca he tenido me preguntaban qué habían hecho para no merecerme como madre.
Bajé del Metro con la pregunta dándome vueltas en la cabeza. Di un par de vueltas a la manzana y al final me refugié en una cafetería. Con lágrimas en los ojos pedí un chocolate con churros y el día volvió a ser el de siempre.