PLANTAR UN HIJO, ESCRIBIR UN ÁRBOL, TENER UN LIBRO

En casa me dicen que debo madurar, como si yo fuera una manzana verde o un plátano de Canarias. ¿A qué viene tanta prisa? me pregunto yo. 

Todo el mundo sabe que el proceso enzimático de maduración es irreversible. Por esa razón me niego en rotundo a exponerme públicamente a los rayos solares y evito las corrientes de vientos alisios que precipitan el estado de terneza de todo elemento orgánico tal y como también hace el frigorífico, pero de modo inversamente proporcional.

De la misma manera que algunas frutas granan antes que otras, también hay seres humanos que tardamos lo nuestro en llegar al punto de sazón propio de la edad, frente al herbazal de individuos que llega antes de tiempo sin habérselo propuesto. En mi caso particular, ni lo uno ni lo otro. 

Se supone que alcanzar la edad adulta (entendiendo edad adulta cuando se supera la cuarentena) conlleva intrínsecamente la expresión “madurez” que queda manifiesta en la trilogía imperativa “ten un hijo, planta un árbol, escribe un libro”.

El caso es que los que son de mi generación andan ya por el tercer hijo y actualmente están ocupados seleccionando el tipo de semilla de árbol que plantarán cuando alcancen el otoño de su jubilación. En mi caso particular, insisto, ni lo uno ni lo otro. Supongo que por el hecho de que en mis 52 años de existencia jamás he plantado un hijo ni tampoco escribí un árbol, mi candor pueril está más que justificado.

Llámenme inmaduro, pero prefiero vivir en una eterna primavera para nunca pasar pagina del libro de la vida. 

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