HACER PIS TE CAMBIA LA VIDA
Abandoné la butaca numerada de mi asiento a mitad de película para salir al baño a hacer pis. El médico me ha dicho que no debo contener las ganas de orinar. Dice que mear evita el surgimiento de posibles cálculos en el riñón (no aclaró en cuál de los dos), así como dolencias relacionadas con el reflujo vesicoureteral, que no sé muy bien lo que significa, pero tal y como suena, y tal y como lo dijo, no debe ser nada bueno.
Lo que tampoco era nada bueno era el guión de película, por lo que pensé que no perdía nada si empleaba mi tiempo en aliviar la vejiga en lugar de aguantar soporífero relato cinematográfico. Entre salir de la sala a tientas, encontrar el baño en la otra punta del cine y regresar nuevamente a mi sitio, transcurrieron quince minutos. Al volver a ocupar mi asiento, me encontré sentado en una butaca distinta. La oscuridad era total, y no sólo había equivocado el número de asiento, sino también el número de fila, e incluso la sala del multicine donde había dejado a mi esposa y a los dos hijos que compartimos (un niño doce años de un antiguo matrimonio de ella, y una niña de nueve del nuestro). Sentí tanta vergüenza que decidí esperar a que la película terminara y aprovechar el encendido de luces para regresar de nuevo a mi sala, a mi asiento, y por consiguiente a mi lugar en la vida y en la vida de mi familia. La verdad es que la nueva película tenía mejor argumento que la película de la otra sala. A falta de unos minutos del desenlace de la trama, una mujer sentada junto a mí, tomó entre sus manos las mías y comenzó a acariciarme el dorso con la yema de sus dedos. Lo hacía con total seguridad y confianza, como si la superficie de mi mano fuera terreno de su propiedad. Pensé en llamarle la atención, pero mantuve la boca cerrada ante el extraordinario sentimiento que comenzó a brotar en mi interior. Nunca en mi vida había sentido con anterioridad una sensación similar, ni tan siquiera con mi esposa, y mucho menos con otras mujeres anteriores con quienes tuve relaciones afectivas, carnales, e incluso ambas simultáneamente.
Tras meditarlo unos segundos, decidí mantener mi mano entre las manos de la desconocida y disfrutar por unos minutos de la atractiva y turbadora emoción de ser otro en mi propia piel. La mujer tampoco puso reparo alguno en continuar acariciando los poros de mi epidermis que pronto comenzaron a exhalar unas gotitas de sudoración producto del aumento de temperatura corporal que experimentaba mi cuerpo a medida que se aproximaba el desenlace de la película. Cuando finalmente las palabras “The End” cruzaron la pantalla de izquierda a derecha sobre los últimos fotogramas del film y comenzaron a encenderse las luces de sala, el sentimiento de vergüenza volvió a invadirme y salí acompañado del brazo de la desconocida quien se dirigía a mí con total naturalidad haciendo comentarios alusivos a lo mucho que le había gustado la película que acabábamos de ver.
En el parking público, mientras arrancaba un Land Rover ajeno (que jamás habría podido permitirme) y con mi nueva mujer al lado, vi a través del parabrisas a mi esposa cogida de la mano de otro hombre. Lo hacía con total seguridad y confianza, como si la mano del otro fuera de su propiedad. Junto a ellos caminaban felices nuestros hijos (tanto el niño del antiguo matrimonio de ella como la niña del nuestro). Al pasar frente a nosotros, ella me miró como si tal cosa y prosiguió su camino en dirección a la parada de autobús urbano que solemos coger con los niños para regresar a casa tras ver una película en familia en los multicines del extrarradio.
Fue en ese instante cuando mi nueva mujer sentada a mi lado en el Land Rover me dijo que estaba embarazada, que las pruebas de fecundación in vitro habían sido un éxito y que esperaba trillizos. Me lancé a sus brazos y comencé a llorar como nunca lo había hecho. Ella pensó que era por la emoción de la noticia, pero no era por eso.